CHAU, MARIANO

Conocí a Mariano Durand a comienzos de la década de 1980, en alguna actividad vinculada a la campaña presidencial de Raúl Alfonsín. Pero nos hicimos verdaderamente amigos unos años después, cuando me tocó trabajar en la entonces Secretaría de Justicia de la Nación. Mariano era, en ese entonces, director de la Dirección Nacional de los Registros de la Propiedad Automotor, organismo que dependía de aquella Secretaría. De manera que en aquellos años mi trato con él era casi diario y referido a temas burocráticos, pero también de política -mucha política- y misceláneas de la vida.

Rápidamente congeniamos, como les pasó a todos los buenos amigos que integraban aquel equipo, empezando por mi padre Ideler Tonelli -el conductor- y siguiendo por Enrique Paixao, Rafael Bielsa, Ricardo Recondo y Luis Lozano, entre otros. Ricardo Radaelli ya era buen amigo de Mariano desde mucho antes, debido a que llevaba varios años trabajando en Justicia.  Justamente fue Ricardo quien le puso el mote de «Querido», con el que siempre nos hemos referido, hasta hoy, a Mariano. Porque indefectiblemente iniciaba todas sus interlocuciones con la muletilla «mirá querido…».

Luego de esa inevitable introducción desplegaba Mariano una elocuencia como pocas veces he visto.  Con una paciencia y serenidad dignas de un monje budista era capaz de convencer al más tozudo y hacerlo cambiar de opinión, sin que el testarudo se diera cuenta y, encima, quedara encantado y contentísimo. Nunca tuvo que levantar la voz ante nadie, solo necesitaba un poco de atención para desplegar sus inagotables recursos discursivos, sus buenas maneras, su modo afable, para convencer a superiores y subordinados por igual.

Esa elocuencia fue su gran arma para lograr una transformación y modernización como pocas veces se ha visto en la administración pública. Hizo de los Registros de la Propiedad del Automotor y de Créditos Prendarios oficinas modernas, altamente tecnificadas y sumamente eficientes. Se anticipó en décadas al buen uso de la tecnología y la interconexión digital de las oficinas públicas. Creo, sinceramente que, si todas las dependencias estatales se hubieran modernizado en la misma medida, hoy tendríamos una administración a la altura de las más eficientes del mundo.  El legado de Mariano en esa tarea que con tanta pasión y entrega desarrolló es inmenso y difícil de valorar en su justa medida; pero seguramente el tiempo y la evidencia le prodigarán el reconocimiento que merece.

Las alternativas de la vida y la política hicieron que, en distintos momentos, me tocara ser par, jefe y también subordinado de Mariano.  Sin embargo, su trato nunca cambió. Siempre fue exactamente el mismo: cordial, amable, respetuoso y afectuoso. Algo inusual en nuestro medio, en el que es tan común que las personas cambien su modo de proceder según el lugar en el que, circunstancialmente, les toque actuar.

Disfruté la hospitalidad de Mariano en su casa, para comer un asado o las pizzas a la parrilla que le gustaba ofrecer a sus invitados. También, acompañado de mi familia, recibí igual hospitalidad en su campo de Entre Ríos, en el que pasamos días magníficos de descanso, cabalgatas, charlas interminables y atenciones difíciles de describir e igualar. Porque la generosidad era otra de las cualidades que siempre lo distinguió.

Está claro que lo extrañaré. Fue buen amigo de sus amigos y ya se habrá reencontrado con uno de los que más quiso, Enrique Del Canto, su fiel y eficiente ladero en todo cuanto hicieron juntos en la repartición a la que ambos dedicaron la mayor parte de su vida.

Chau, querido Mariano, descansa en paz.